“Ya ves, soy un hombre ridículo; si me quieres un poco, será por compasión; mi aportación es el miedo”, escribe un joven Kafka a Hedwig Weiler, su romance del verano de 1907. Y, sin embargo, el aprendiz de escritor que creía que “estamos perdidos como niños en el bosque” y que era bueno que alguien trepara a la Luna para que sus movimientos, palabras y deseos no resultaran del todo cómicos y absurdos, siempre y cuando, eso sí, “no se oigan las risas de la Luna en los observatorios”, había desplegado ya a los 19 años, ante su amigo Oskar Pollak, la valerosa apuesta que iba a cambiar la literatura del siglo XX: “Es bueno”, escribió, “que la conciencia reciba amplias heridas, puesto que así se vuelve más sensible a cada mordedura. A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices, como tú escribes? Dios mío, también podríamos ser felices sin tener libros y, dado el caso, hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran felices. Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros. Eso creo yo.
Franz Kafka. Cartas 1900-1914 contiene 778 misivas, de las que 573 eran conocidas por el lector de lengua española (en trabajos anteriores a la edición crítica alemana), y 145 son inéditas. Entre las ya publicadas del citado período figuran las quinientas a la primera novia del autor, Felice Bauer, y las escritas a Grete Bloch (amiga de Felice) y a los editores Max Brod, Ernst Rowolth y Kurt Wolff. La escrupulosidad de los editores les ha llevado a incluir los detalles conocidos de 60 cartas perdidas, postales, telegramas, dedicatorias, tarjetas de presentación o las comunicaciones de carácter oficial, comercial o profesional (como las solicitudes o instancias dirigidas a instituciones tales como la Dirección de Policía o la misma compañía de seguros para la que trabajaba para solicitar permisos, ascensos o aumentos de sueldo). El libro se completa con un amplio aparato de anotaciones críticas, una exhaustiva cronología, las cartas recibidas que se han conservado y un quién es quién de todos los corresponsales o personas citadas.
En una carta transmite a Pollak cómo el escritorio burgués de casa de sus padres en el que redacta se comporta como un animal censor: “Estaba sentado a mi hermoso escritorio. No lo conoces. Cómo ibas a conocerlo. Resulta que es un escritorio de convicciones profundamente burguesas cuyo cometido es educar. Tiene dos terroríficas puntas de madera allí donde pone las rodillas el escribiente. Y ahora presta atención. Cuando uno se sienta con tranquilidad y cautela y escribe algo profundamente burgués, se halla a gusto. Pero ay si se agita y el cuerpo le tiembla un poco, porque las puntas se le clavan indefectiblemente en las rodillas, y cómo duelen. Podría enseñarte los moratones”.
La vida de Kafka se puede seguir casi al minuto. Comenta películas con las camareras, trabaja en las tareas del campo durante sus vacaciones, va al teatro, escribe prolijos y detallados argumentarios a sus jefes para justificar sus peticiones de aumentos de sueldo, se queja de sus problemas de estómago y de su dieta…, pero sobre todo lee y escribe, y se autoanaliza con saña. Dice que ha leído pocos libros de Freud —“Es tan grande como vacuo”— y muchos de sus seguidores; confiesa que se derrumba ante las opacidades, que carece de total talento organizativo, que no es de esos hombres que llevan las cosas a cabo a cualquier precio o que “no estoy ya en este mundo, sino dando vueltas y vueltas en el vestíbulo del infierno”, pues “la conciencia de culpa no supone para mí una ayuda, una solución; no, solo tengo conciencia de culpa porque es la forma más bella de arrepentimiento”.